Han pasado m s de cincuenta años desde que el proceso de Nüremberg reforz¢ e hizo poner en pr ctica dos principios fundamentales: El primero, que nadie podr«a ya ocultarse tras el anonimato burocr tico del Estado o de las ¢rdenes superiores para hurtarse con tal pretexto a la responsabilidad personal y propia respecto a los cr«menes contra la humanidad, y, en segundo lugar, que estos cr«menes, por raz¢n precisamente de su naturaleza, podr«an ser perseguidos e instru«dos por tribunales que fuesen expresi¢n de la Comunidad Internacional de Estados, con instrumentos internacionales y supranacionales, en cualquier caso distintos de los que hasta entonces hab«an sido prerrogativa exclusiva de los Estados nacionales.
En esta segunda mitad del siglo hemos visto repetirse y extenderse cr«menes horribles contra la humanidad, contra la libertad y la dignidad del hombre y de la mujer. Y precisamente para evitar la repetici¢n de semejantes atrocidades, para combatirlas y derrotarlas definitivamente, han sido ratificados por multitud de Estados, bajo la égida de las Naciones Unidas, gran cantidad de tratados y convenciones internacionales.
Ha llegado a crearse de este modo un auténtico derecho penal internacional aut¢nomo, un moderno derecho de gentes que flanquea y corona el derecho de los Estados, orient ndolo, condicion ndolo y vincul ndolo al mismo tiempo.
Y sin embargo, este derecho internacional se ha visto privado de instrumentos de aplicaci¢n propios y apropiados. Un derecho sin jurisdicci¢n corre el riesgo de quedar condenado a la impotencia.
Sin jurisdicci¢n internacional los criminales seguir n pudiendo contar con la impunidad. Y precisamente esta impunidad de los cr«menes de ayer, de la de los de hoy, es la que amenaza ser un acicate para los cr«menes de mañana.
Y es esta impunidad, precisamente, lo que debemos rechazar. En Sud frica, as« como en Chile y en Argentina, para hacer referencia al problema sudamericano, las amnist«as se han juzgado necesarias para no comprometer la vuelta a la democracia.
En Sud frica, as« como en Argentina y en Chile, por poner algunos ejemplos relativos a América Latina, las amnist«as se han juzgado necesarias precisamente por esto, y sobre todo, para asegurar la paz civil de aquellos pa«ses, subordin ndola y condicion ndola al esclarecimiento de la verdad, lo que ha impedido, al menos, el sobreseimiento de los cr«menes y la desaparici¢n de su recuerdo, garantizando de esta manera su atribuci¢n y la consiguiente condena moral de sus responsables individuales. Pero al mismo tiempo se registran los fracasos de El Salvador, y se denuncia la impunidad de la que contin£an gozando los responsables de las masacres de Camboya. Tenemos que ser conscientes de las dificultades financieras, pero también, y sobre todo, de las de tipo pol«tico y diplom tico, del Tribunal ad-hoc para la Ex-Yugoslavia, que sigue sin lograr hacer ejecutar las ¢rdenes de captura m s importantes que el mismo tribunal ha dictado -contra Karadzic y Mladic-. Se contin£a invocando la prudencia diplom tica. Se ad
uce la necesidad de efectuar el arresto en condiciones de la m s absoluta seguridad. Nos preguntan: "Pero qué es lo que suceder«a en caso de arresto? "Y si la integridad de los detenidos estuviese amenazada?
Y a tales preguntas, nosotros contestamos preguntando: "Qué pasar con la precaria paz en Bosnia si las detenciones no se realizasen y ambos criminales pudiesen seguir evitando su arresto, actuando sin trabas para desestabilizar cualquier esfuerzo de paz?
"Y cu les son los riesgos para la vida y la integridad de dos personas que son depositarias del conocimiento de hechos hirientes y de important«simos secretos, quiz juzgados demasiado delicados para que las grandes potencias puedan revelarlos, hasta que no sean apresados y puestos a buen recaudo en manos del tribunal?
Algo, con todo, se ha logrado. Frente a las atrocidades que nos hemos acostumbrado a ver todos los d«as en la televisi¢n, en los peri¢dicos, que se han cometido en los territorios de la Ex-Yugoslavia, en Ruanda, frente a las limpiezas étnicas, a las deportaciones en masa de mujeres y niños, a las masacres, violaciones, combates étnicos y estragos, se ha procedido, como bien sabemos, a la constituci¢n de los Tribunales ad-hoc.
Pero no podemos limitarnos a ir a remolque de los acontecimientos limit ndonos a intentar perseguir a los culpables cuando los cr«menes ya se han cometido, sin preocuparnos, al mismo tiempo, de prevenirlos con nuestra actuaci¢n: Es preciso que la sombra que ha empañado la meritoria ejecutoria de Nüremberg, con el hecho de que una justicia a posteriori sea s¢lo una justicia de vencedores, se disipe. Y por tanto, con premura y sin desfallecimientos, debemos insistir en la necesidad y en la urgencia de la creaci¢n de un Tribunal Penal Internacional.
En Par«s, en Malta y en Siracusa, donde hemos tenido las primeras y m s significativas reuniones sobre este tema, hemos recibido nimos y apoyos, pero hemos tenido que tomar nota de muchas reservas y de cierto escepticismo. Se ha contrapuesto a la eficacia de los tribunales la experiencia de las sedicentes "comisiones de la verdad", pero la v«a de la amnist«a, de consuno con la investigaci¢n de la verdad y la admisi¢n de responsabilidades puede preverse y negociarse en determinadas circunstancias hist¢ricas y en el momento de la pacificaci¢n. Prefigurarla como la £nica soluci¢n posible del derecho penal internacional significar«a asegurar a priori una impunidad generalizada para los cr«menes contra la humanidad.
A los que alegan como m s £til y eficaz la v«a de la responsabilizaci¢n de las jurisdicciones nacionales en la competencia de juzgar los cr«menes contra la humanidad, nosotros respondemos que no existe ninguna raz¢n de conflicto entre el futuro tribunal internacional y los tribunales nacionales. Por el contrario, entendemos que la existencia del Tribunal Internacional incentivar«a las actuaciones y reforzar«a las competencias de los tribunales nacionales. Y una confirmaci¢n de esta convicci¢n nuestra nos lo da precisamente la experiencia de Ruanda, donde se presencia una concurrencia positiva y una fruct«fera colaboraci¢n entre el tribunal ad-hoc y los tribunales nacionales. Por otra parte, sin el tribunal ad-hoc para Bosnia, "qué tribunal nacional podr«a juzgar con alguna imparcialidad los cr«menes cometidos en aquella zona?
He querido evocar aqu«, muy r pidamente, algunas de las objeciones que debemos tener en cuenta, que debemos afrontar, sin limitarme a una introducci¢n meramente ret¢rica. Grandes son nuestras responsabilidades. Compete a nuestra generaci¢n la tarea ardua y grave de imponer la ley y el derecho como reguladores de las relaciones entre los pueblos, entre las culturas, entre las etnias y entre las naciones. Si estos esfuerzos est n destinados al éxito, habremos colaborado en la forma hist¢ricamente posible a construir una civilizaci¢n fundada sobre la convivencia, sobre la tolerancia y sobre el respeto de los derechos humanos fundamentales.