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Conferenza Partito radicale
Madrid P.R. - 7 novembre 1994
Sobre prohibiciones

VENENOS

Fernando SAVATER

EL PAIS

(5-11-94)

En el siglo XVIII la salud que importaba a las autoridades era la del alma y la del reino, no la de los cuerpos de los súbditos. De esta última se ocupaban, en el caso de los ricos, los médicos privados; en el de los pobres, curanderos y brujas o algunas ordenes religiosas caritativas: en cualquier caso, al Estado no le costaba dinero mantenerla o restaurarla y por tanto con su cuerpo cualquiera podía hacer lo que quisiera. Asunto muy distinto, en cambio, era la salud ideológica (religiosa o política) de la población, cuyo deterioro podía alterar el orden establecido, propiciar desobediencias, motines y atentados. Cuanto se suponía que emponzoñaba las mentes era rigurosamente controlado; ante todo y sobre todo, la letra impresa. En España o Italia, la Inquisición se ocupó de esa vigilancia; en Francia, Colbert había puesto en marcha, a mediados del siglo XVII, una "policía literaria" que siguió funcionando con temible eficacia durante buena parte de la centuria siguiente.

Los libros necesitaban un permiso real para editarse y circular, que podía ser negado por múltiples razones: ofensas a la religión por defecto (Helvetius) o por exceso (los jansenistas), discrepancia religiosa (los protestantes), atentado a las buenas costumbres (relatos libertinos), propaganda subversiva (panfletos contra los nobles o contra el propio rey), críticas poco respetuosas a los sabios de la academia, etc. Por supuesto, los libros prohibidos también se editaban y circulaban, con las dificultades propias de la clandestinidad, pero beneficiándose de un suplemento de notoriedad. Cuantas más obras se prohibían, más buscadas eran hasta por los semianalfabetos y más célebres se hacían sus autores: «que se lo pregunten a Voltaire! Además, los libros prohibidos eran plagiados sin escrúpulo, falsificados, desguazados y vueltos a montar, adulterados de mil maneras según el interés económico de los libreros. La gente quería leer al prohibido Rousseau y acababa leyendo cualquier absurda amalgama sucedánea o

al vesánico Marat, cuyos efectos, y sobre todo, defectos, eran letales.

Pero mejor será dejarle la palabra a un especialista en la época. La cita es extensa, pero no tiene desperdicio: la policía literaria "reposa sobre una convicción que dirige sus métodos: los libros ilícitos son drogas peligrosas que envenenan el cuerpo social. De aquí la definición del cuerpo literario como población de riesgo que conviene vigilar, llenándolo de soplones y provocadores. Se espía a los impresores; se controlan minuciosamente las llegadas de papel y el flujo de mercancías; se limitan los lugares de fabricación y venta del libro - en París, el barrio de la Universidad, el recinto del palacio y los muelles próximos al Pont-Neuf-; se mutiplican las inspecciones y requisas; se logra a menudo desmantelar las redes de producción y la difusión de las obras prohibidas; se detiene también a los pequeños revendedores, cuyo comercio, empero, se deja prosperar a cambio de la esperanza de informaciones sobre delincuentes más importantes. Se encarcela, se castiga con la prohibición de ejercer la profesión,

se carga de multas a impresores y vendedores, obreros y autores. Esta represión encarnizada tiene como contapartida dos efectos contradictorios. Por un aparte, una cierta podredumbre moral del medio editorial, rondado por personajes turbios, delatores, verdaderos delincuentes: asimiladas por la policía al mundo peligroso de los bajos fondos, las gentes del libro tienen tendencia a acercarse a éste, arrastradas por una solidaridad en la exclusión. Pero por otra parte, la policía del libro tiene también por efecto establecer solidaridades y complicidades entre los profesionales, que, a pesar de eso, se entregan a menudo a una competencia salvaje. Incluso entre los opulentos y puntillosos impresores y libreros parisisenses bien instalados, bien organizados en su defensa corporativa, hay quien no se resiste al placer y al provecho de burlarse de la policía, de participar en redes ilegales, de dar el pego a reglamentos asfixiantes y de ofrecer a un público cada vez más numeroso y ávido los libros perseguidos" (R

obert Lepape, Voltaire le conquérant, editorial Seuil, páginas 76 y 77)

Por añadidura, aún falta por mencionar el tráfico de material clandestino, impreso en la permisiva Holanda, los negocios que hacía la policía compinchándose con los libreros, los censores que por liberalismo o codicia escondían obras prohibidas en su casa, los clérigos y plumíferos conservadores que fabricaban con remunerada aplicación innumerables "preservativos" literarios contra los escritores peligrosos, tratados terapeúticos para contrarrestar su errores, etcétera.

Supongo que este cuadro persecutorio les resulta a ustedes altamente familiar: en efecto, hoy se da en Europa, pero no para controlar los peligros de la letra impresa, sino los peligros de la química. También ahora hay drogas legales, con permiso de circulación y otras que no lo tienen a causa de motivos establecidos por las autoridades según diversos argumentos ideológicos; pero algunas de estas drogas prohibidas pueden tomarse en determinados casos pidiendo la oportuna receta médica, o sea, el equivalente de la dispensa del Santo Oficio para leer libros que estaban en el Indice de Obras Prohibidas. En cuanto a la adulteración de los productos, el avivamiento general del interés por ellos al estar prohibidos, la creación de un ambiente delictivo en torno a su fabricación y distribución, la proliferación de mangantes especializados en luchar contra el "veneno", etcétera, los resultados son más o menos idénticos: las mismas causas dan lugar a los mismos efectos, aumentados en nuestra época por la masificación

urbana y otros problemas socioestructurales.

Las medidas represivas no detuvieron a la imprenta, ni impidieron que cada vez hubiese una mayor oferta de libros prohibidos, ni mucho menos evitaron que los lectores de aquellas obras festejaran el fin de siglo con una gran revolución. La eficacia de la persecución de las drogas no ha sido mayor y ha resultado, en muchos aspectos, aún más desastrosa. No cabe duda de que algunos libros pueden influir negativamente en las personas, influyendo para que se dañen a sí mismas o a otras. Las palabras y las ideas son en potencia mucho más nocivas que cualquier compuesto químico, porque calan de moda más hondo, activo y perdurable en los colectivos humanos. Sin embargo, hoy, la mayoría estamos convencidos de que tales daños potenciales se acompañan de efectos positivos y, en cualquier caso, no pueden ser evitados más que por la vía educativa y aplicando juiciosamente las leyes generales que regulan las sociedades civilizadas. Sólo cuando algo, sea la química o imprenta, funciona en régimen de libertad, podemos inst

ruirnos para su uso y prevenirnos contra su abuso.

Desgraciadamente, en cuestión de drogas es la mentalidad inquisitorial la que sigue prevaleciendo. Cuando se propone que sería bueno discutir el tema de la despenalización de algunas o todas las sustancias prohibidas, los supersticiosos cocean con estrépito ensordecedor. Otros, un poco más finos, dicen que no se puede hablar del asunto porque debería ser una medida tomada a nivel internacional. «Como si alguna vez se pudiera adoptar una medida de ese alcance sin que los países lo discutieran internamente y luego propiciaran el debate con los demás! Aún se oye de vez en cuando que son los traficantes quienes desean la despenalización: Por lo visto ya se han cansado de ganar dinero negro y quieren empezar a pagar impuestos... Aún peor, se propone suprimir garantías jurídicas para satisfacer a los demagogos en otros "casos Nécora", se disponen patadas en la puerta, pinchazos telefónicos y hasta la figura jurídicamente repulsiva del "agente provocador" que es como dar patente de corso a la policía para organizar

los delitos que ha de perseguir. En fin, que el miedo y la estupidez son los únicos venenos sociales contra los que no parece haber cura ni en el Siglo de las Luces ni en el de las sombras.

* FERNANDO SAVATER es catedrático de filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

 
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