PROYECTO DE DOCUMENTO DE TRABAJO SOBRE LOS OBJETIVOS DE LA UNION
Redactor: Sr. Alonso Puerta (GUE, Es)
RESUMEN: Hoy ya ha dejado de ser posible el que los gobiernos europeos hagan tratos diplomáticos entre ellos ignorando la opinión pública europea: en el momento de redefinir una nueva fase de la integración europea, es importante recordar sus objetivos - lo que es decir tanto como evitar la reanudación de guerras en Europa situando los recursos económicos y humanos bajo control conjunto - porque hoy son tan válidos como en 1957. Pero hoy la cuestión de la legitimidad democrática se plantea en un contexto mucho más complejo y se hace preciso dar un paso más allá: existe una sociedad europea, pero aún ha verse reconocida; las relaciones entre los niveles nacional y europeo - y la correcta aplicación del principio de subsidariedad - debe clarificarse, la necesidad de un orden supranacional ha de reafirmarse y ser ubicado en un "contexto constitucional", en el que las instituciones han de ser expresión de la voluntad de los socios de constituirse en segmentos de un proyecto único. (Bruselas, 21 de diciembre de 1
994)
LOS OBJETIVOS DE LA UNION
Hasta ahora la revisión de los Tratados se ha realizado en un contexto político predefinido, ligado a una situación internacional en la que el papel, la dimensión y los límites de la construcción europea estaban fijados.
El Tratado de Maastricht, último episodio en la construcción europea, representa, por parte de los doce Estados miembros, una declaración de fe en la misma. Se trata hoy de definir el contexto político e institucional a través del cual puede concretizarse esta fe.
Sin embargo, antes de entrar a discutir del cómo, es conveniente plantearse las cuestiones del qué y del porqué. Ello significa que, antes de discutir del método, es indispensable revisar las razones y las finalidades en las que se basa la construcción europea.
Cuando, en 1957, los Estados miembros de la CECA deciden proceder a la constitución de la Comunidad Económica Europea, fundamentan su determinación en una serie de principios, como son:
- sentar la bases de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos europeos,
- asegurar el progreso económico y social eliminando las barreras que dividen Europa,
- fijar, como fin esencial, la constante mejora de las condiciones de vida y trabajo de los pueblos,
- reforzar la unidad de sus economías y asegurar su desarrollo armonioso,
- reforzar la solidaridad de Europa con los países de ultramar, de conformidad con los principios de la Carta de las Naciones Unidas,
- consolidar la defensa de la paz y la libertad.
Es importante subrayar que estos primeros ideales que fundamentaban la construcción europea, han venido repitiéndose y renovándose en los distintos procesos de modificación de los Tratados originales. Así, en el Acta Unica, los Estados miembros, tras reafirmar la voluntad de proseguir la obra emprendida, resuelven construir una Unión Europea basada en la democracia y en los derechos fundamentales. En el Tratado de Maastricht estos precedentes se confirman y se amplían.
Los primeros pasos de la construcción europea encontraron su justificación en la idea de impedir que, en el futuro de entonces, una situación bélica pudiese volver a producirse. Hoy, a pesar del drama de los Balcanes, una situación como la de 1940 no es imaginable. Sin embargo, tal constatación debe seguir considerándose como la justificación última de la idea europea? tiene sentido un nuevo avance? en qué dirección debe ir éste?.
La primera pregunta a la que debe responderse es la de si debe seguirse avanzando en esta construcción.
La necesidad de avanzar en la construcción europea, en 1995, se justifica tanto desde el punto de vista pragmático de la solución de problemas concretos, como del que parte de un ideal de defensa de valores comunes. Así, resulta claro, que la eficacia de las decisiones que un país pueda tomar en un momento determinado depende, en gran medida, del contexto internacional y del reflejo que ellas tengan en las políticas de sus socios cercanos.
Es necesario realizar un balance de lo realizado y establecer si ello basta para cumplir los objetivos que se definieron entonces. De esta forma puede verse si es necesario replantear los objetivos o, si por el contrario, su realización sigue dependiendo del problema de los medios para su cumplimiento.
En este sentido, es evidente que la cooperación entre los Estados miembros ha dado como fruto innumerables ventajas que se reflejan en la vida diaria de los ciudadanos europeos, y que estas han sido más eficaces cuando esa cooperación se ha producido en un marco institucional definido.
Tras el Tratado de Maastricht, las competencias comunitarias se han visto reforzadas en sectores como la educación, la formación profesional, la salud, las redes transeuropeas, la competitividad de la industria, la cooperación al desarrollo y la protección de los consumidores. De la misma manera, sectores como la cohesión económica y social, el medioambiente, la investigación y el desarrollo tecnológico vieron su campo de aplicación ampliado y reforzado, tras encontrarse integrados en el Tratado por el Acta Unica.
Como última realización de este mercado único, la Comunidad se ha visto atribuir una nueva misión fundamental: la puesta en marcha de una unión económica y monetaria y de una moneda única. La Unión, debido al sistema de "pilares", se da por objetivos la creación de una política extranjera y de seguridad comunes, así como el desarrollo de una cooperación en los ámbitos de la justicia y de los asuntos de interior.
Ello hace que el problema de la legitimidad democrática se plantee en un contexto más amplio que el de la realización de los fines de los Tratados originales.
Europa ha realizado ya, a falta de la unión económica y monetaria, la tarea más complicada, o, en todo caso, aquella en la que el ciudadano de a píe encuentra más dificultad en reconocerse.
Si bien los progresos y la eficacia de un sistema de decisión que, con sus defectos, ha conseguido la realización de un espacio económico, que se ha venido en llamar el mercado interior, uno de los problemas con el que nos encontramos es el de la mala percepción tanto de los principios, como del sistema que se ha venido estableciendo, por parte de los ciudadanos y de los representantes políticos de los mismos. Ello implica, necesariamente, que la futura revisión del Tratado debe centrarse en la clarificación, en la apertura, en la eficacia y en la democratización de las instituciones.
Teniendo en cuenta, por lo tanto, que la respuesta a esta primera pregunta es positiva, conviene, a continuación, plantearse la cuestión de si efectivamente los deseos, afirmaciones y principios que los propios Estados miembros han ido confirmando, constituyen un compromiso vigente hoy en día y hasta qué punto esos propios deseos, afirmaciones y principios son respetados.
Es evidente que la situación actual de Europa y del mundo no es la misma que la que ha existido en las reformas anteriores, y que la historia parece evolucionar, actualmente, a una velocidad tal, que hace difícil poder asimilar los cambios que se operan en los contextos geopolíticos, económicos y sociales.
La definición de los objetivos de la reforma debe, por lo tanto, tener cuenta de esta situación diferente, y habrá que redefinir el cuadro de la gestión de los intereses fundamentales de los Estados y de las fuerzas sociales.
Hace falta discutir cómo definir la Unión en su seno, tanto desde el punto de vista social como institucional, y cómo situarla en el plano internacional, especialmente teniendo en cuenta los últimos acontecimientos en el contexto europeo.
Hay que empezar por definir el grado de integración social y cultural en el interior de la Unión.
Es evidente que si no se reconoce la existencia de una sociedad europea, basada en los principios de democracia, de respeto a los derechos del hombre, solidaria, libre, que defiende valores como los de la igualdad y la justicia social, y que persigue la mejora de las condiciones de vida y de trabajo, no es posible llegar a la respuesta que justifique un avance calitativo del marco institucional en el que esta sociedad europea pueda reconocerse.
El convencimiento profundo de que los valores y principios que unen a los pueblos de Europa constituyen una realidad es, por lo tanto, el único punto de partida del análisis de lo que se pretende hacer.
No se trata, entonces, de crear una sociedad europea, sino de reconocerla. Ello significa, y el debate de Maastricht lo ha probado, que pretender, desde el actual marco institucional, un avance que no reconozca al mismo tiempo la diversidad y las características específicas que esta sociedad europea encuentra en su seno, no podrá contar con el apoyo de la misma. El respeto, por lo tanto, a los principios y compromisos que los Estados miembros han definido y dado a sí mismos, debe considerarse como el marco político que debe fundamentar el futuro de la Unión.
Hace falta, al mismo tiempo, evitar toda referencia a un modelo cualquiera definido, que pueda dificultar este avance.
La necesaria aplicación del principio de subsidiariedad, en cuanto relación entre entidades públicas de distintos niveles y en cuanto relación entre entidades públicas y sociedades civiles, así como la relación entre ciudadanos y no ciudadanos europeos y sus respectivas posiciones con respecto a los poderes públicos europeos, y con respecto a sus derechos políticos, económicos y sociales, deben ser también criterios que no pueden perderse de vista.
Hoy es manifiestamente esencial terminar ciertos aspectos de la política social y de la política económica a nivel constitucional, lo que significa la transformación fundamental de la situación estructural (Unión Monetaria).
Los distintos esquemas que se vienen barajando para resolver el problema de los Estados miembros que desean o no participar en la realización de objetivos concretos (construcción a geometría variable o a integración diferenciada), así como el riesgo en la reducción del nivel actual de integración, son reflexiones que llevan a establecer la necesidad de que, en todo caso, el sistema institucional tenga un carácter unitario.
Es por ello que en el corazón de la reforma se encuentra el problema institucional. Se trata de redefinir un sistema único y coherente, que debe evitar lo que se ha venido llamando la "flexibilidad" (ejemplo del Protocolo Social), dado que la misma no corresponde a la naturaleza de las instituciones y conduce, además, a la diversificación de la cooperación en el seno de la Unión.
Es evidente que es fácil proponer que objetivos tales como la paz, el progreso económico y social, el desarrollo cultural, la realización de un mercado único, tanto en el sentido económico como social, y el respeto a los derechos fundamentales, continúen figurando en el orden del día. Sin embargo, parece que el momento ha llegado de definir la Unión como una entidad política que, diferenciada, pero al lado de los Estados miembros, tenga como objetivo político primordial el desarrollo y la gestión de la sociedad. Sobre todo si se tiene en cuenta que, hasta ahora, todos los principios y objetivos que se han ido fijando en la evolución constitucional deben convertirse ya en principios de funcionamiento interno, con el contenido y el desarrollo propios a la importancia, ampliada por los compromisos suscritos, que los Estados miembros han fijado.
Si el ejercicio que se pretende realizar es, al mismo tiempo, de simplificación y clarificación de las responsabilidades y competencias que deben asumirse en los distintos niveles de la organización de esta estructura política, es conveniente poder contar, antes de fijar los objetivos, con los elementos necesarios que fijen el modelo final que se pretende.
Si se tienen en cuenta tanto los principios como los objetivos que los Estados miembros se han comprometido a respetar y a realizar, es evidente que la aplicación mínima de los mismos implica una reflexión institucional que sirva para fijar las competencias y los medios de los que la Unión de estar dotada.
Hay que evitar, por lo tanto, que la elaboración de una lista de objetivos precisos, tal como esta hoy recogida en el artículo B de Tratado, implique solamente una determinada forma de cooperación comunitaria, en lugar de la necesaria creación de una entidad política. El sistema de la fijación de los objetivos puede esconder, en el fondo, la definición de las esferas de competencia de las cuales los Estados miembros dotan a la Unión, sirviendo, al mismo tiempo, a negar el carácter de entidad política de la misma.
Hoy en día, los ciudadanos europeos, aún comprendiendo mal el funcionamiento de las instituciones y reprochando la percepción, sobre todo económica, de la realidad social europea que el Tratado reconoce, esperan que el peso político de Europa supere el meramente comercial, y que la futura Unión responda mejor a las expectativas de justicia, libertad y progreso que tienen depositada en ella, desde el respeto más absoluto a las diferencias culturales que fundamentan su riqueza.