García Márquez relata cómo se desangra su país, acorralado por las "mafias" del narcotráfico. El autor revela la existencia de conversaciones e incluso de hipotéticos acuerdos entre los narcotraficantes y el gobierno boliviano para acabar con el tráfico de droga y el terrorismo. Dichas conversaciones fueron boicoteadas por Ronald Reagan. Con estos elementos, García Márquez sostiene que la guerra contra la droga desencadenada por los EEUU es en realidad una excusa para legitimar la intervenciòn militar y el control político norteamericano en América latina.
("El País", Domingo 5 de noviembre de 1989).
A principios de octubre, la Prensa reveló de pronto uno de los secretos mejor guardados de Colombia: por lo menos durante un año, representantes autorizados del Gobierno sostuvieron conversaciones formales con representantes autorizados de los traficantes de droga. El emisario oficial lo negó, el de los traficantes lo confirmó, y el Gobierno terminó por admitirlo sin más explicaciones. Al final, como siempre en esta guerra de grandes misterios, no quedó nada en claro. Per la revelación permitió establecer una vez más hasta qué punto la historia de esa guerra tiende a repetirse sin sosiego desde su punto de partida y sin llegar a ninguna parte. Sólo que vuelve siempre con ímpetus renovados y manifestaciones cada vez más dramáticas.
La primera tentativa de diálogo que trascendió al público fue en mayo de 1948, cuando Pablo Escbar Gaviria, jefe del cártel de Medellín, hizo contacto con Alfonso López Michelsen en un hotl de Panamá para que le transmitiera una propuesta formal al presidente Belisario Betancur, en nombre de todos los grupos colombianos de traficantes de droga. Prometían retirarse del negocio, desmantelar sus bases de procesamiento y comercialización de la cocaína, repatriar sus capitales inmensos e invertirlos en la industria y el comercio nacionales con todas las de la ley, y aun compartir con el Estado la dura carga de la deuda externa. A cambio de todo eso no aspiraban siquiera a una amnistía. Sólo querían que se les juzgara en Colombia, sin aplicarles el tratado de extradición con Estadoos Unidos, que empezaba a activarse en esos días después de varios años de sopor.
La amnistía, de moda entonces en Colombia, era la rama de laurel que el presidente Belisario Betancur les regaló desde su primer día de gobierno a los movimientos armados, algunos de los cuales vegetaban en los montes desde hacía 30 años. De modo que no había nada de raro en que los traficantes de droga pretendieran ampararse también bajo aquel paraguas de perdón y olvido, en un momento en que era casi imposible comprobarles algún cargo grave, y en un país donde muy pocas de las grandes fortunas se atreverían a confesar su pecado original.
El presidente Betancur no fue nada más que consecuente con su propia política de diálogo, cuando recibió la oferta con un suspiro de alivio. Carlos Jiménez Gómez, procurador general de la República, desde hacía más de un año mantenía conversaciones directas y confidenciales con los traficantes mayores en busca de un acuerdo honorable, volvió entonces a reunirse con elllos en Panamá. Nunca se estableció si esta vez fue autorizado o no por el presidente, pero y creo que lo fue, y no había nada reprochable en que lo fuera. Pero no pudo dar un paso más. El periódico "El Tiempo" denunció los encuentros el 4 de julio del mismo año, alebrestó a la opinión pública contra la posibilidad del acuerdo y el presidente Betancur se creyó obligado a dar marcha atrás, e inclusive a negar en público que tuviera algo que ver con el asunto. Pero lo peor fue que el Gobierno no tuvo tampoco - ni antes, ni entonces, ni después - ninguna alternativa al diálogo: ni una acción judicial a fondo, ni una expedición punitiva, ni una polí
tica definida por el narcotráfico. A seis años de distancia se ve con claridad que esa vez perdió el país una magnífica ocasión de ahorrarse gran parte de los horrores que ahora está padeciendo.
Ahora existen motivos para pensar que el sabotaje del diálogo fue inspiraado por Estados Unidos, por razones que tenían poco que ver con el narcotráfico y mucho con los delirios anticomunistas del presidente Reagan. El hombre encargado de esa misión especial fue el embajador Lewis Tambs, estrella del grupo de Santa Fe y de la derecha militante del reaganismo, que llegó a Bogotá por esos días en medio de grandes ruidos y con una palabra acuñada para el caso: narcoguerrilla.
En medio de sus largos circunloquios académicos se hacía evidente que Tambs estaba en contra de cualquier ilusión de paz negociada, qie era la almendra del Gobierno de Betancur. En cambio, estaba obsesinado por apresurar la vigencia del tratado susrito por el Gobierno anterior, en el cual se consagraba la cláusula indigna de la extradición de nacionales. Con su hermenéutica draconiana, el embajador Tambs parecía suponer que Estados Unidos, a la sombra del tratado, podía demostrar que narcotraficantes y guerrilleros eran una sola cosa: narcoguerrilla. Lo demás era cuestión de mandar tropas a Colombia con el pretexto de apresar a los unos y combatir en realidad a los otros. A fin de cuentas, tarde o temprano, todos los colombianos podíamos ser extraditables.
Esa fue mi impresión en el almuerzo que tuve con el embajador Tambs poco después de su llegada a Bogotá, y el tiempo terminó por darme la razón. En efecto, trasladado a la Embajada de Costa Rica, fue un protagonista distinguido del Irangate y ayudó al coronel Oliver North a construir un aeropuerto clandestino para la contra nicaragüense. Y más aún: con dineros del narcotráfico.
Vida de ricos, jerga de pobres
Todavía nos preguntamos los colombianos por qué los traficantes proponían aquel armisticio y si eran sinceros. Yo creo que lo eran. Y su frase de aquella época, al margen de su grandilocuencia, pretendía explicarlo: "Preferimos una tumba en Colombia que una celda en Estados Unidos". Por supuesto que le temían al tratado de extradición. Pero eso era sólo una parte. Creo que la razón de fondo era una de carácter cultural que no se suele tomar en cuenta: los narcotraficantes, por su origen y su formación, no estaban preparados para vivir fuera de Colombia. Sus cofres de Alí Babá no les servían de nada en ningún otro lugar del mundo, ni podían sentirse más seguros ni lucir mejor sus caudales. No querían morirse, y menos en la cárcel, y menos aún con aquella fabulosa cantidad de dinero que habían ganado para gastárselo vivos con sus compadres de toda la vida, hablando en jerga de pobres y comiendo comida criolla cocinada en los calderos de la casa, De modo que lo que más ansiaban era lo único que les hacía falta:
un sitio en la sociedad. Lo inadmisible, desde luego, fueron los métodos ignominiosos y contraproducentes con que quisieron reclamar ese sitio cuando les fracasó la propuesta de diálogo.
El rechazo les dio el ámbito y el tiempo de buscar otras alternativas de supervivencia, mientras el tratado de extradición sucumbía en el olvido. Y no ahorraron imaginación y recursos para encontrarlas. Ya desde antes estaban de moda. Gozaban de completa impunidad, e incluso de un cierto prestigio popular, por las obras de caridad que hacían en las barriadas donde pasaron sus infancias de marginados. Si alguien hubiera querido ponerlos presos podía mandarlos a buscar con el policía de la esquina. Pero buena parte de la sciedad colombiana los veía con una curiosidad y un interés que se parecían a demasiado a la complacencia. Periodistas, políticos, industriales, comerciantes y aun simples curiosos asistían a la parranda perpetua de la hacienda Nápoles, cerca de Medellín, donde Pablo Escobar mantenía un jardín zoológico con jirafas e hipopótamos de verdad, llevados desde Africa para solaz de sus invitados, y en cuyo portal se exhibía como un monumento nacional el avión que llegó a Estados Unidos el primer carg
amento de cocaína.
Animados por el beneplácito de tantos y por la indiferencia de la justicia, no se conformaron con la riqueza, sino que quisieron también el poder. Escobar había sido electo como suplente a la Cámara de Representantes y patrocinaba seminarios sobre derechos humanos. Carlos Lehder manejaba discotecas juveniles sin llevar la contabilidad de las pérdidas, erigió una estatua de John Lennon para perpetuar su memoria en la muy sibarítica ciudad de Armenia, organizaba un movimiento político y publicaba un periódico de extrema derecha nacionalista impreso con tinta verde en homenaje a la hierba de fumar, y concurría con su escolta de pistoleros a las barras del Congreso, muerto de risa y con los pies apoyados en la baranda. Jorge Luis Ochoa, del cártel de Medellín, y Gilberto Rodríguez Orejuela, del cártel de Calí, que ahora son enemigos a muerte, se movían a sus anchas por medio mundo comprando caballos de buena sangre y buscando socios europeos para sus negocios legales. Ambos fueron apresados en España, extraditad
os a Colombia y allí liberados. En circunstancias tan favorables, ninguno de sus amigos políticos les hizo el favor de advertirles que los atentados personales, además de ser crímenes atroces, eran una estupidez política que los arrastraría hasta la perdición.
Garrote de venganza
El asesinato del ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, en abril de 1984, fue el primero de los grandes. Por desgracia, el presidente Betancur no fue certero en esa triste ocasión. Atosigado por las acusaciones públicas de pasividad, y quizá por su conmoción personal, apeló por primera vez al tratado de extradición que él mismo repudiaba y que quizá sigue repudiando en el fondo de su corazón. Lo hizo, sin duda, por falta de un instrumento legal más temible e inmediato, sin pensar que el manejo del tratado dejaba de ser desde entonces un asunto de principios y se convertía más bien en un garrote de venganza.
El círculo infernal no se hizo esperar. Carlos Lehder, capturado al parecer por una trahición interna, cumple en Estados Unidos una extravagante condena a cadena perpétua más 135 años. Unos 20 colombianos y tres extranjeros residentes en Colombia habían sido extraditados a fines de octubre. Por su parte, los traficantes no han negado su participación intelectual en la muerte de un número ya didícil de precisar, salvo en la del ministro Lara Bonilla que fue el origen de la guerra con la opinión. Por lo menos 800 miembros de la Unión Patriótica, incluido su candidato a la presidencia, Jaime Pardo Leal, han sido víctimas de una feroz campaña de exterminio. El asesinato del inolvidable Guillermo Cano, director del diario El Espectador, fue para mí una tragedia personal imposible de asimilar. No lo ha sido menos el encarnizamiento subsiguiente contra su periódico, en el cuál viví mis buenos años de reportero y al cual debo toda clase de gratitudes. Jueces y magistrados, cuyos sueldos escuálidos les alcanzaban ape
nas para vivir, pero no para educar a sus hijos, se encontraron con un dilema sin salida: o se vendían o los mataban. Lo admirable y desgarrador es que más de 40, así como tantos periodistas y funcionarios, perfirieron la muerte.
Lo incomprensible es que los traficantes, en medio de la matanza, no cesaron nunca de proponer caminos para el diálogo. El número de tentativas públicas y secretas es ya imposible de establecer. Por lo que a mí me consta, a fines de 1985 me entrevisté en Méjico con un emisario de Pablo Escobar, que quería reiterarle al Gobierno colombiano la propuesta de Panamá, pero con una modificación espectacular: el punto sobre el tratado de extradición, que siempre fue la médula del diálogo, lo dejaban para ser discutido desupés del acuerdo. Fue una gestión tan fracasada como todas las otras. De todos modos la Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucional el tratado meses más tarde, pero el furor de la matanza no disminuyó. No es descabellado pensar, sin embargo, que este encarnizamiento obedecía a causas graves que nunca han sido reveladas al país por ninguna de las partes en el conflicto.
Creo que no se ha tomado en cuenta hata qué punto la situación política y social ha sido un caldo de cultivo providencial para la cultura del narcotráfico, en una Colombia grande y desdichada, con varios siglos de feudalismo rupestre, 30 años de guerrillas sin solución y toda una historia de Gobiernos sin pueblo. En 1989, cuando el General Omar Torrijos visitó las haciendas ganaderas del Sinú, en el Caribe colombiano, se sorprendió por la canmtidad de civiles armados que escoltaban a los ganaderos. Recordó que así había empezado El Salvador, en sus años de teniente, y se lo dijo a tiempo al presidente colombiano de entonces, Julio Cèsar Türbay. Este le contestó a través de su ministro de la Defensa con una pedrada retórica: "En Colombia hay paz social". Pues bien: el que no se equivocó fue Torrijos. A pocas leguas de las prósperas haciendas que él visitó - en el tramo central de mi río Magdalena legendario - estaba ya avanzando un proceso de descomposición social que había de culminar en el curso de pocos añ
os con la creación de un imperio paraestatal bajo los auspicios del narcotráfico.
La forma en que eso empezó es ya historia sabida. En la década de los sesenta, las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (FARC), que son el brazo secular del partido comunista, habían implantado en el Magdalena Medio varios frentes de guerrilla, con el ánimo expreso de defender de los terratenientes insaciables a los campesinos inermes. Pero los propósitos originales de las FARC degeneraron en una manera simple de financiar su guerra mediante el secuestro, el chantaje y la extorsión de los ganaderos. Estos, exasperados por las persistencia de la sevicia, armaron ejércitos particulares que inclusive fueron legitimados por el Gobierno como grupos de autodefensa. "Incialmente todo era una campaña para la eliminación física del comunismo", escribió un periodista que visitó la región hace seis años. "Pero después arremetieron contra los ladrones de ganado en el campo, y contra los rateros de los pueblos, y hasta con los mendigos y los homosexuales". Los ganaderos sobrevivientes quedaron en la ruina amenaza
dos por las pandillas de forajidos que ellos mismos habían armado.
Estado dentro del Estado
Fueron estos ganaderos empobrecidos los que hicieron contacto con los narcotraficantes ansiosos de nuevas causas para gastarse sus tesoros sobrantes. De esa alianza surgió lo que hoy es el Magadalena Medio, un vasto imperio de 50.000 kilómetos cuadrados, dos veces más grande que El Salvador y mucho más armado que el que conoció el general Torrijos en sus mocedades. Todo esto sucedió durante varios años a menos de 300 kilómetros del palacio de los presidentes y a tiro de piedra de la guarnición militar, y sólo se hizo público hace unos meses, cuando un desertor contó el cuento completo.
Los narcotraficantes aportaron el dinero, la técnica y su indiscutible talento empresarial. La violencia artesanal se volvió científica, con mesianismos paramilitares y escuelas de esbirros, dirigidas por mercenarios comprados a precio de oro puro en Londres y Tel Aviv. Por lo menos uno de éstos, al parcer, lo hizo con el conocimiento de su embajada en Bogotá: el israelí Yair Klein, famoso desde 1973, cuando su comando liberó en menos de dos segundos un avión secuestrado en el aeropuerto de Lod. De esa escuela salieron los criminales adolescentes, reclutados en los barrios miserables de las ciudades, que en estos años han sembrado el terror y la muerte en el país. Sin embargo, por una burla dialéctica irreparable, lo que las FARC concibieron como una revolución terminó por serlo en realidad, pero al revés: un mundo aparte, ya no con sus servicios primarios de seguridad, sino con legítimos cuerpos de policía al mando de alcaldes y concejales de elección popular. Los planes sociales de vivienda, salud y educac
ión parecen concebidos como un desafío al Gobierno central. Sus intrépidos dirigentes, complacidos de sí mismos, crearon un partido político de derecha más que extrema, que trató de obtener hace poco su registro legal. Su emblema es la mira telescópica de un fusil.
Cuando el resto de los colombianos abrimos los ojos a esa realidad descorazonadora ya era demasiado tarde. El Estado no se había conformado con las praderas feraces y los atardeceres desgarrados del Magdalena, sino que se expandía y mimetizaba en los recovecos menos pensados de la nación. Un observador sagaz de nuestras realidades ha dicho que toda la sociedad colombiana está drogada. No por la adicción a la cocaína - que por cierto no es alarmante en Colombia -, sino a una droga mucho más perversa: el dinero fácil. La industria, el comercio, la banca, la política, la Prensa, los deportes, las ciencias y las artes, el Estado mismo, todos los organismos públicos y privados están enredados de algún modo - tal vez con pocas excepciones, quizá sin saberlo y aun de buena fe - en una maraña de intereses creados que ya nadie puede deshacer. Es increíble: 1.700 oficiales del ejército y la policía fueron procesados, sancionados o destituidos en tres años por relaciones con el narcotráfico; 25 políticos profesionales
figuran en una lista de beneficiarios de la droga publicada por Estados Unidos; copias de las actas confidenciales del Consejo de Seguridad fueron halladas en el maletín de un traficante; las infidencias telefónicas de altos funcionarios públicos son escuchadas donde no se debe, y en algunos allanamientos de residecias se han encontrado nombres de compatriotas insignes vinculados a negocios impuros. Es una hidra sigilosa pero incontenible que no se ve por ninguna parte y está en todas, y que todo lo infiltra y lo contagia hasta mucho más allá de nuestras fronteras. Tal vez el mismo Gobierno ignore hasta qué punto estos ingresos desnaturalizados le han hecho el favor de aliviar las tensiones sociales. Los más cautos calculan las inversiones inconfesables en 1.000 millones de dólares. Pero lo mismo pueden ser cinco veces más. Según los cálculos de Prensa, los tres capos principales de la droga en Colombia tienen más de 3.000 millones de dólares cada uno. No es concebible que semejante capacidad de compra se co
nformara con la pasión efímera de las cosas materiales, sino que quiso y pudo penetrar hasta las ciénagas de la conciencia y la voluntad de los hombres. Sin embargo, la obsesión freudiana de los traficantes parece ser la adquisición de tierras, tierras, tierras, tierras y más tierras. Hace poco celebraron con una fiesta estruendosa la compra de la hectárea número 180.000. Como si estuvieran tratando de comprar el mapa entero, con sus cóndores y sus ríos, y el amarillo de su oro y el azul de sus mares, para que nadie pueda sacarlos jamás de donde quieren estar. En medio de esta realidad delirante se había alzado como una esperanza remota la voz del candidato presidencial Luis Carlos Galán, clamando una vez más por una redención en la que ya nadie cree. Su asesinato casi ritual, en la plaza pública y entre 18 guardaespaldas acorazados, puso por fin a un Gobierno colombiano frente al fantasma de su tremenda responsabilidad histórica. La reacción del presidente Virgilio Barco, aunque tardía e imprevisible, no po
día ser más enérgica.
Su primera medida, al igual que Betancur, fue restaurar el tratado inconstitucional mediante las facultades extraordinarias del Estado de sitio. Los traficantes parecieron tomados de sorpresa por una determinación que no creían posible en un hombre de tanta parsimonia. La ocupación imprevista de sus mansiones y haciendas, de sus laboratorios evasivos y sus aviones fantasmas, de sus yates de carga y sus archivos reveladores fueron un golpe mortal del que no se repondrán con facilidad, y que sin duda se reflejará en la producción y el comercio de la droga. Sin embargo, su mayor enemigo son sus propios métodos, que terminarán por voltear contra ellos la nación entera.
Tal vez lo más sorprendente de los colombianos es su asombrosa capacidad de acostumbrarse a todo, lo bueno y lo malo, con un poder de recuperación que raya en lo sobrenatural. Algunos, tal vez los más sabios, ni siquiera parecen conscientes de vivir en uno de los países más peligrosos del mundo. Es comprensible: en medio del pavor, la vida sigue, y tal vez sea más preciosa cuando hay que sobrevivir a diario. El mismo domingo del entierro de Luis Carlos Galán, cuya muerte conmocionó de veras a la nación, las muchedumbres enloquecidas de júbilo se echaron a las calles para celebrar la victoria de la selección nacional de fútbol sobre el equipo de Ecuador.
La guerra será larga
Pero el terrorismo urbano es un ingrediente raro en la cultura centenaria de la violencia colombiana. Las bombas al garete que matan inocentes y las amenazas anónimas por teléfono que pueden superar a cualquier otro factor de perturbación de la vida cotidiana terminarán por unificar a todos por igual, amigos y enemigos, contra el destino invisible. Hasta las peores muertes tienen una ética que el terrorismo no tiene. Tal vez se aprenda a vivir con el miedo de lo que ha sucedido, pero nadie aprende a vivir con la incertidiumbre de lo que puede suceder: que una explosión despedace a los hijos en la escuela, o que lo ametrallen a uno por equivocación a la salida del cine, o estallen las legumbres en el mercado, o se desintegre el avión en pleno vuelo, o se envenene toda la familia con el agua del grifo. No: en la muy larga epopeya de las locuras humanas, el terrorismo no ha ganado ni ganará jamás una guerra.
Por su parte, el presidente Virgilio Barco, con su raro sino de navegante solitario, debe saber que la guerra prevista como fulminante será la empresa más ardua y azarosa de sus años. Entre otras causas porque el adversario múltiple se mantiene informado y prevenido desde el interior del poder por infidentes fantasmales que tienen oídos que todo lo oyen ojos que todo lo ven. Pero sobre todo porque los recursos ordinarios de que el Gobierno dispone no se correponden con el tamaño del enemigo. Estados Unidos acusaba a Colombia de negligencia en la lucha contra el narcotráfico, mientras en las calles de sus ciudades se conseguía desde entonces más droga que en las calles nuestras, y en sus listas de cómplices ocultaban los nombres de sus compatriotas impunes. Que deben ser muchos, en un país que consumió el año pasado 270 toneladas de cocaína. Sin embargo, a la hora de la verdad, la ayuda que le están prestando a Colombia en la emergencia actual no se puede comparar siquiera con la que recibió la contra de Nic
aragua, entre oficial y encubierta, en ocho años: 2.000 millones de dólares. Y es probable que la asistencia para Colombia no vaya más lejos mientras el presidente Barcos se empecine - como sin duda lo hará hasta el final - en no permitir la entrada de tropas norteamericanas, aunque sólo sea para aniquilar el narcotráfico.
Todo esto hace pensar que la guerra será larga, ruinosa y sin porvenir. Y lo peor de todo: sin alternativas. A no ser que surja alguna imprevista y feliz: uno de esos disparates iluminados que tantas veces salvaron a la América Latina de la disolución final. Si no es el diálogo podría ser cualquier otra, a condición de que no cueste la vida de nadie. No sea que antes de que termine la guerra de nunca acabar se nos acabe de acabar el país. Este es, por desgracia, el único presagio alentador que se me ocurre para no terminar estas crónicas con una conclusión de catástrofe.
Gabriel García Márquez.