SUMARIO: Mientras en Londres los jefes de Gobierno se reunen para reimpulsar la "war drug", el más prestigioso periódico inglés, The Times, con un editorial irónico sobre los resultados de las estrategias "bélicas" invita a los gobiernos a abandonar las posiciones histéricas para concienciarse de que la droga sólo se puede contraolar aplicando las realistas y razonables políticas antiprohibicionistas.
(THE TIMES del 10 de abril de 1990)
La que pomposamente se ha dado en llamar "guerra internacional contra la droga" atracó esta semana en Londres dispuesta a competir sobre el dinero, las armas y las fuerzas que cada uno piensa consumir para la lucha. En gran Bretaña, el trueno de la batalla recuerda un eco lejano procedente de las calles americanas y de las junglas tailandesas y peruanas. De esta manera, los señores ministros se pueden mostrar belicosos a su antojo. Su mentalidad es la de los generales de una remota guerra de trincheras: mandad más tropas, atacad de nuevo, la victoria está a la vuelta de la esquina.
Sin embargo, en estos momentos es evidente un sutil cambio de estrategia en América en donde la guerra no es remota y el fracaso salta a la vista a cualquier ciudadano de a pie. Cuando George Shultz, Milton Friedman - ex consejeros de la Casa Blanca - y el 40% de la opinión pública americana, están a favor de una reducción de las sanciones penales para los consumidores, significa que están brotando ideas nuevas. Incluso George Bush, que parecia querer hacer de la guerra contra la cocaína su Vietnam personal, ahora traslada su atención de la oferta a la demanda de este mercado en expansión.
La peligrosidad de la heroína, de la cocaína y de sus derivados es indiscutible. Una sociedad ideal puede desear liberarse de ella - si bien la opinión pública debe aceptar que muchos consumidores de cocaína no consideran correr más riesgos que los que corren los que abusan del alcohol o de la nicotina, mientras es sabido que el cannabis es menos dañino y crea menos adicción que ambos. La frontera entre legalidad e ilegalidad de las drogas es una cuestión de historia y de cultura, y por ello muchos negros y muchos jóvenes son escépticos cuando los que prohiben sus drogas son precisamente aquellos que ven en el hecho de emborracharse un símbolo de virilidad, permiten la publicidad del alcohol y aceptan patrocinar las industrias tabacaleras.
Lo que atribuye a las drogas ilegales su posición internacional no es su existencia sino el contexto social, económico y legal en el que se comercian, con otras palabras, las consecuencias que acarrea su ilegalidad. La vasta y floreciente industria de la droga es la imágen más fiel de la anarquía económica que se reina en el mundo moderno.
La oleada a favor de la despenalización en América se debe simplemente a una cuestión de realismo. El intento por desalentar el consumo con la prohibición ha fracasado. La cocaína se consume hasta tal punto y su difusión es tal que se ha convertido en la voz cantante de la importación del país. Cientos de miles de americanos trabajan en esta industria. Miles de millones de dólares están en juego. Los americanos que no son blancos pertenecientes a la clase obrera consumen droga sin orden ni concierto. Al no poseer el mercado regla alguna, las drogas se comercian sin impuestos y por ello ofrecen una evasión más fructifera que el alcohol. Estos enormes beneficios ilegales suponen que el 70-80% de la delincuencia ciudadana en América está relacionada con la droga.
Ante este panorama, pocos son los que dudan que, de alguna manera, la década venidera asistirá al trasvase de parte de este tráfico internacional en manos del control legal. Sólo cuando la oferta cuenta con impuestos y se rige por ciertas reglas los criminales pueden ser discernidos del tráfico y la demanda puede ser controlada con la educación y a través de los impuestos. Una industria non grata que no consigue limitar, y ni tan siquiera contener, debe regularse de otra manera. Esta es la lección del prohibicionismo del alcohol en América y de las apuestas clandestinas en Inglaterra.
Un paso que merece un amplio debate en Inglaterra es el de eliminar el cannabis de la lista de estupefacientes. A la mala vida se le quitaría el comercio de las manos eliminando la corrupción de sus adversarios aduaneros, policías y asesores antidroga trotamundos. Los ingresos fruto del impuesto del cannabis se podrían utilizar para alentar a los jóvenes a evitar todas las drogas, legales e ilegales. Que ello pudiese inducir a pasar de la nicotina al cannabis es irrelevante, aunque el cannabis sea la droga que crea menor adicción. Lo importante es eliminar el consumo de cannabis del contexto de la cultura criminal.
Este paso no sería fácil, al igual que cualquier otra despenalización más amplia, como muy bien saben los políticos americanos. Todos nosotros poseemos una extraña animadversión muy arraigada contra las formas con las que otras generaciones o culturas intentan aliviar la dura realidad existencial. Lo que con respecto a algunos no se considera más que un simple jolgorio de borrachos, con respecto a otros se considera "la esclavitud de la droga", los primeros se granjean una sonrisa indulgente, los segundos atroces sanciones detentivas.
Los políticos poseen el deber de guiar como igualmente de seguir a la opinión pública en lo que al comportamiento social se refiere. Pero si quieren guiar demasiado lejos, perderán el contacto y el apoyo, y no lograrán el objetivo. Esto es lo que sucede con la droga. Lo mejor que podría salir de la conferencia iniciada ayer sería simplemente la concienciación de que la represión sencillamente no funciona. El tráfico de droga está pudriendo enteras zonas de relaciones internacionales y los corazones de ciudades europeas y americanas. Es un crimen que crece sobre sí mismo. Para combatirlo no es menester belicosidad sino tener las ideas claras, coraje y sentido común. Un número cada vez mayor de americanos lo ha comprendido. Las democracias europeas deben demostrar el mismo realiasmo.
La evasión farmacológica es una amenaza para cualquier comunidad civilizada, pasada, presente y futura. Pero se trata de una amenaza controlable. El histerismo pone en peligro este control y transforma la amenaza en realidad. Dominar nuestra respuesta a la droga puede ser un desafío tan difícil como dominar a la mismísima droga.