Por Nicolas Harman (Editor para Asuntos Latinoamericanos del semanario británico "The Economist")Artículo publicado por "Cambio 16" (23-4-1990)
El mundo se está uniendo en una guerra contra las drogas -o por lo menos eso es lo que se dijo en una conferencia de las Naciones Unidas reunida en Londres. Pero esa guerra no ha impedido que la oferta mundial de esas drogas aumente, ni que su precio disminuya. Es difícil encontrar otra ocasión en que tantos gobiernos hayan desperdiciado tanto dinero en un esfuerzo tan fallido.
El abuso de las drogas es peligroso. Los gobiernos dicen que quieren reudcir ese peligro. Pero en su tentativa por lograrlo, lo aumentan. Ya es hora de ensayar un método que tenga más posibilidades de éxito: legalizar, controlar y desalentar el uso y la venta de drogas.
El comercio ilegal de drogas hace daño en dos sentidos. Por un lado, las dorgas envenenan a los adictos. Por el otro, millones de personas que nunca consumen drogas ven como sus ciudades -o incluso sus países- peligran por la violencia del tráfico ilegal.
En un mundo ideal, la gente no pensaría en escapar de la realidad alterando el cerebro mediante el uso de sustancias químicas. Pero en la realidad, eso es lo que han hecho siempre los hombres desde el principio de la Historia. Casi todo el mundo usa drogas de una u otra clase: alcohol para ponerse alegre un rato, aspirina para quitarse el dolor de cabeza, café para estimularse. Cuando se consumen con plena conciencia de sus efectos, tales drogas pueden ser benéficas. Tomadas en exceso, son dañinas: por ejemplo el alcohol, en los países de Occidente, es la principal causa de los accidentes de carretera y de la violencia casera, además de dañar el hígado y el corazón de los bebedores.
Pero a nadie se le ocurre prohibir estas drogas cotidianas. El único gobierno democrático que ha intentado prohibir el alchol en épocas recientes ha sido el de los Estados Unidos, en 1919. En 1933 levantó la prohibición porque sus efectos habían sido desastrosos. Habían surgido poderosas organizaciones criminales para controlar el tráfico ilegal. Y buena parte de la bebida que vendían los gangsters era de tan mala calidad que envenenaba a los consumidores.
Las principales drogas ilegales son hoy la marihuana, la cocaína y la heroína (y también, cada día más, los productoso químicos llamados anfetaminas). Los efectos que producen son parecidos a los del alcohol: quienes las usan se sienten mejor durante un rato, y en consecuencia quieren más. Hoy en la mayoría de los países occidentales hay muchísimos millares de compradores y vendedores voluntarios de drogas ilegales. Los gobiernos las prohíben: pero las leyes de los hombres son inútiles cuando chocan contra aquéllas, más viejas y poderosas, de la oferta y la demanda.
Entonces, qué pueden hacer los gobiernos para proteger a sus ciudadanos? Veamos, primero, el caso de los consumidores. La mayorìa de quienes consumen drogas ilegales lo hacen sólo ocasionalmente, y sin hacerse ningún daño. Los intelectuales que de cuando en cuando fuman marihuana o esnifan cocaína toman la precaución de comprar su droga pura a un proveedor de confianza, y de no consumir más de lo debido. Al día siguiente, sanos y salvos, vuelven a su trabajo y a beber sus habituales -y legales- cafés y copas.
Los que compran venenos adulterados son los pobres, los que consumen dosis excesivas son los insensatos, los que experimentan con mezclas peligrosas son los jóvenes. Su problema es de naturaleza médica. Pero si se sienten mal, no se atreven a ir a un médico o a una clínica, porque admitir su enfermedad es confesar un delito.
Los gobiernos modernos protegen a sus ciudadanos reglamentando la pureza del aceite de cocina, del vino o del jabón. Obligan a los fabricantes de tabaco a ponerle una etiqueta advirtiendo que fumarlo es peligroso. Pero cuando se trata de drogas ilegales, la tarea de controlar su pureza y aconsejar sus dosis se deja en manos de los criminales. La ilegalidad engendra ignorancia, y de la ignorancia nacen esos jóvenes adictos desesperados que vemos en nuestras ciudades. En vez de darles tratamiento médico, los gobiernos les recetan cárceles.
Y eso no es lo peor. Los adictos, por trágica que sea su situaciòn, son sólo una pequeña minoría. Muchísima más gente resulta afectada por la violencia que genera el tráfico ilegal de drogas, que es el negocio más rentable del mundo. Tomemos el ejemplo del clorhidrato de cocaína, un polvo que se obtiene de la coca mediante un sencillo proceso químico y a un coste de unos 200 $ por kilo.
Hace diez años, en 1980, ese kilo se vendía al por mayor en Nueva York por unos 600.000 $. Tan monstruosos beneficios llevaron a pandillas de criminales al negocio de producir, transportar y vender -agresivamente- cocaína. La oferta aumentó, y en consecuencia cayeron los precios: hoy se puede comprar un kilo en Nueva York por menos de 10.000 $. Esa cifra sigue siendo un beneficio enorme par los vendedores, que ahora tienen además un excedente del producto.
En vez de seguir vendiendo pequeñas cantidades de cocaína de alta calidad a los banqueros de Wall Street y a los productores de Hollywood, los importadores de droga entraron en el mercado de masas. Aparecieron bandas rivales, y bien armadas, que luchaban entre sí por el control de las zonas de venta en las barriadas. A principios de 1989 ya había cada semana diez asesinatos por motivos relacionados con la droga en Washington, la capital del país más rico del mundo.
En consecuencia, a principios del año pasado, el Gobierno de los Estados Unidos emprendió su guerra contra las drogas. Una guerra que está fracasando en los propios Estados Unidos, donde la oferta de cocaína sigue subiendo y los precios siguen bajando, y que para otros países ha resultado catastrófica. En Colombia, por ejemplo, que es el principal productor, las bandas del narcotráfico están ahora luchando por su supervivencia -y constituyen las organizaciones más ricas del país, con sus propios ejércitos privados y recursos suficientes para sobornar o asesinar jueces, políticos y policías.
La guerra contra las drogas pone en peligro la existencia dle Estado colombiano. La guerra civil del Líbano está en gran medida financiada por el tráfico ilegal de heroína, y otro tanto ocurre con la de Afganistán. Y, a medida que el excedente de cocaína se acumula en América, y en consecuencia el tráfico de drogas sigue enriqueciendo a las más grandes y poderosas organizaciones criminales que el mundo haya conocido.
Pero existe una alternativa: legalizar el tráfico de drogas, eliminando así la causa de que existan tales bandas. Gravar ese tráfico con impuestos, transfiriendo así al Estado las ganancias que hoy son de los criminales. Proteger a los consumidores, mediante la publicidad y con advertencias en los paquetes legales del producto. Esta política reduciría el efecto dañino de las drogas, y permitiría ponerlas bajo un control más efectivo.
En Europa hay un país que está ensayando esa política. En Holanda, la venta de marihuana está abiertamente tolerada, y el uso de cocaína y heroína se trata como un problema médico, y no criminal. Cuál es el resultado? Pues que en Holanda no hay crímenes causados por la droga, y que cada día menos jóvenes las consumen, porque empiezan a entender sus peligros. Eso es lo que deberían desear todas las personas sensatas, en vez de embarcarse en una guerra internacional contra las drogas en la que todo el mundo lleva las de perder.