UNA EMERGENCIA ÉTICA
Emma Bonino
Con ironía probablemente involuntaria, algún periódico define los conflictos que, cada vez más feroces, siguen aflojando en distintos lugares de nuestro mundo ya no más bipolar, como "conflictos de nueva generación". Expresión eficaz acuñada en el mundo de la informática para subrayar la obtención de nuevos logros, pero que referida a las guerras de hay no puede sine evocar un envilecedor retroceso de la humanidad hacia la barbarie. Vivimos días en los que las paradojas se convierten en realidades. No hemos leído que en Burundi se dispara contra la Cruz Roja?
El sentimiento de una derrota moral peso, en este final de milenio, sobre la conciencia de quienes, responsables de la asistencia humanitaria en el mundo, se dun cuenta de que el ejercicio de la solidaridad nunca ha side tan arduo. No sólo, y no tanto, par la creciente dificultad para conseguir los recursos financieros y los medios materiales necesarios para tener bajo control decenas de focus de violencia política étnica o religiosa, sine, ante todo, par el difuso y deliberado rechazo de toda regla moral par parte de los protagonistas de los conflictos contemporáneos, lo que hace que la asistencia humanitaria sufra el cansancio de Sísifo. Como ha observado Cornelio Sommaruga, presidente del Comité International de la Cruz Roja, "ha caído el principio base del derecho humanitario aquel que distingue entre combatiente y no combatiente". En las guerras actuales mueren casi exclusivamente civiles inermes.
Denunciar ante el mundo esta emergencia ética es el primer objetivo de la Declaración de Madrid, firmada el pasado 14 de diciembre par la Oficina de Ayuda Humanitaria de la Unión Europea junta con organizaciones para dicha ayuda como la de las Naciones Unidas o la del Gobierno de Estados Unidos, representantes del voluntariado europeo y americano, y la Cruz Roja, entre otras. La comunidad internacional sigue acumulando en la gestión- de las crisis humanitarias un retraso que alarma en primer lugar a quien tiene las mayores responsabilidades: nadie ignore que el peso de la acción humanitaria, más de 4.000 millones de dólares en 1994, recae casi par entero (el 86%) sobre los países de la Unión Europea y Estados Unidos.
Hay problemas nuevos (esos sí "de nueva generación") que exigen ideas e instrumentos nuevos. Es necesario, par ejemplo, tener el coraje de decir que el subdesarrollo, con su contexto de degradación socioeconómica, aun siendo la cause más frecuente de las catástrofes humanitarias, ya no aparece como la única explicación posible. Crueldades como las vividas en la ex Yugoslavia o en el Cáucaso, que no pertenecen al Tercer Mundo, y tragedias oscuras como el genocidio cometido en Ruanda,-exigen análisis más complejos y sobre todo intervenciones más complejas, que vayan más allá de las ayudas materiales. De ahí la frustración, la sensación de impotencia que asalta a quienes quisieran contener las consecuencias de los desastres y no alcanzan a cumplir ni el más elemental de sus deberes: proteger la dignidad de la persona.
En el mayor de los mundos posibles, la acción humanitaria debería atender a todas las víctimas de todos los conflictos, en condiciones de total neutralidad, independencia y autonomía En el mundo bastante imperfecto en el que vivimos, donde hay quienes quisieran (de buena o mala fe) transformar la asistencia humanitaria en un sucedáneo de la diplomacia y de la política, debemos conformarnos con considerarla como uno de los instrumentos disponibles para afrontar las crisis, para usar junta con otros: la diplomacia preventiva, la ayuda al desarrollo. Las intervenciones de los cuerpos de paz. Una exigencia prioritaria para oponerse a la violación sistemática de todos los principios que inspiran a las varíes convenciones de Ginebra es la de un nuevo marco jurídico de referencia que otorgue a la comunidad internacional los medios para hacer un poco de justicia:
* En relación con los Estados (a menudo cómplices de los grandes criminales) para que garanticen "espacios humanitarios" dentro de los cuales las ayudas humanitarias y quienes las llevan a cabo puedan circular libremente, a salvo de violencias, vejaciones e impuestos forzosos.
* En relación con los individuos, para instituir un tribunal internacional permanente, que pueda perseguir en cualquier parte responsabilidades individuales, de mode que se ponga fin (como se trata de hacer en los cases de la ex Yugoslavia o de Ruanda) a ese sentimiento de impunidad que perpetúa las tensiones.
* En relación con las decenas de millones de refugiados, ampliando lo más posible el derecho de asilo para los que no tienen esperanza de volver a su patria.
Se ha dicho muchas voces, pero vale la pena repetirlo: la acción humanitaria no puede par sí solo resolver ninguna crisis. La desconsoladora experiencia de estos años enseña que las catástrofes son posibles cuando poblaciones enteras son toma das como rehenes par hombres y grupos que - en nombre de la colectividad a la que han privado del derecho a expresarse - cultivan la violencia, la intolerancia, el odio y el deseo de destruir al adversario. Se habla macho de diplomacia preventiva, pero el único conflicto que la comunidad internacional logra conjurar en nuestros días, con creciente dificultad (hasta el punto de que se habla de una "vuelta hacia atrás") es el de Burundi, país gemelo de Ruanda. Donde todos saben que la catástrofe seguirá presente en tanto los dirigentes y movimientos extremistas continúen teniendo voz y voto. El único ejemplo de conflicto contemporáneo resuelto con medios pacíficos sigue siendo el de Mozambique, donde, sin embargo, finalizadas las negociaciones en 1992, el verdadero motor
de la paz ha sido la determinación de la gente finalmente liberada del chantaje de la violencia de vivir sin guerra.
La experiencia indica que los dos instrumentos, diplomacia/política y asistencia humanitaria, se desarrollan sin solución de continuidad y pueden abrirse camino mutuamente. El proceso de paz en la ex Yugoslavia, abierto con los acuerdos firmados en Paris, no podrá tener éxito hasta que el nuevo orden geográfico-institucional no sea convalidado par la voluntad popular libremente expresada. Una precondición no fácil de cumplir, ya que una cuota no desdeñable del electorado (más de cuatro millones de personas) se encuentra desterrada; y nadie está en condiciones de establecer que quiera o pueda retornar a su hogar. En otras palabras, el proceso de paz no puede despegar hasta que no se ponga fin a la emergencia humanitaria.
En Ruanda, donde más de dos millones de refugiados siguen sin tener otra perspectiva que la de ser mantenidos par donantes cada vez más perplejos y desganados, el problema se presenta invertido. No hay esperanza de poner fin a esta que parece una emergencia humanitaria artificial (" por qué los refugiados no regresan a casa?") porque la política y la diplomacia no logran, a diferencia de los cases de Mozambique o de Bosnia, diseñar (con las armas de la mediación o con la fuerza de las presiones internacionales) una hipótesis razonable de solución, un marco en el que todas las partes se sientan suficientemente seguras.